Reflexión del autor:

Es un experimento rico en enseñanzas. Nos demuestra que un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción, ni oposición, ni rebeldía por nuestra parte. ¿No es precisamente lo que hoy se observa en muchos ámbitos?

La salud, por ejemplo, llega a deteriorarse de una manera lenta, pero segura. Muchas veces la enfermedad es consecuencia de una
alimentación desvitalizada, industrializada, cargada de grasas y tóxicos. Lo cual se une a la falta de ejercicio, al estrés y a una gestión desacertada de las emociones y de las relaciones vitales. Algunas enfermedades tardan así diez, veinte o treinta años en manifestarse. Lo que nuestro organismo resiste hasta llegar a la saturación de toxinas, de tensiones, de bloqueos, de cosas que nos guardamos sin decirlas jamás, de anhelos reprimidos. Los pequeños
malestares, sin darnos cuenta, van ejerciendo su efecto acumulativo, lo que, unido a la pérdida de sensibilidad y de vitalidad, determina que no reaccionemos frente a ese debilitamiento inadvertido de nuestra salud. Hasta que aparecen patologías más profundas, más severas y, sobre todo, más difíciles de tratar.

Muchas parejas viven también una degradación progresiva, pero de otro género. ¿Quién podría decir «esta pareja empezó a funcionar mal a partir del 23 de noviembre a las 15 horas…»? No. La descomposición de unas relaciones que no se cultivan, ocurre lentamente. Los silencios, las incomprensiones, los rencores
se acumulan, sin recibir tratamiento, sin haber sido comentados con franqueza para ponernos juntos a buscar soluciones. Como un jardín
desatendido en el que hacen su aparición las malas hierbas, en el que va cundiendo gradualmente la anarquía, la pareja que descuida su relación no se da cuenta de cómo ésta empieza a declinar de modo imperceptible, pero constante, hasta el momento en que la situación se hace insoportable. De ahí los elevados índices de divorcios que ofrece la sociedad moderna (por no hablar de las separaciones informales, que no figuran en las estadísticas).

En el ámbito agrícola y medioambiental, la alegoría de la rana hervida nos habla de la intoxicación progresiva de las tierras, del aire y del agua, muchísimo más insidiosa y peligrosa que las grandes catástrofes de que se hacen eco los medios de comunicación. Saturados de productos químicos (abonos artificiales, pesticidas), los suelos pierden su masa mineral imperceptiblemente, año tras año. A medida que pasa el tiempo, se necesitan cada vez más estímulos
para que la tierra siga produciendo. A este paso, llegaremos a tener que aportarle más de lo que produce en forma de cosechas. Igualmente, y además de las grandes contaminaciones que figuran como titulares de prensa, como la del
Prestige, son mucho más de temer los vertidos cotidianos, las contaminaciones crónicas de que son víctimas los mares y los océanos. Porque su peligrosidad es mayor, tanto por el volumen acumulado como por su efecto gradual, lento, poco visible pero muy temible. Y que no ha provocado, de momento, ningún «brinco de la rana» que la saque (es decir, que nos saque a nosotros) de esas aguas nauseabundas.

En el aspecto social, se observa una decadencia constante, incesante, de la moral y de la ética. Año tras año prosigue esa degradación, aunque con lentitud suficiente para que pocos de nosotros nos inquietemos. Como en el supuesto de la rana bruscamente sumergida en un agua a 50 grados de temperatura, bastaría tomar a un ciudadano medio de los años ochenta, por ejemplo, y sentarlo frente a un televisor actual, o invitarle a leer los periódicos de nuestros días. Indudablemente, seríamos testigos de una reacción de asombro y de incredulidad. A esa persona le costaría creer que se hayan llegado a publicar unos artículos tan mediocres en el fondo y tan irrespetuosos en las formas como los que hoy leemos con frecuencia, ni que pasen por la pantalla unas emisiones tan descerebradas como las que se nos proponen todos los días. La creciente invasión de la vulgaridad y la grosería, la desaparición de los criterios de referencia y de la moral, el relativismo ético, se han impuesto entre nosotros tan insidiosamente que pocos han reparado en ello ni lo han denunciado. De tal
manera que, si pudiéramos trasladarnos al año 2025 para observar lo que ha sido de nuestro mundo si se prolongan las tendencias actuales, probablemente nosotros también quedaríamos estupefactos. Tanto más, por cuanto parece que el fenómeno se acelera (y lo que hace posible esa aceleración es la velocidad a la cual, bombardeados por las nuevas informaciones, desaparecen para nosotros todos los marcos de referencia estables). Observemos de paso la unanimidad del cine de ciencia-ficción, en el sentido de presentarnos unos futuros universos «hipertecnológicos» de lo más sombríos. Podría seguir exponiendo otros ejemplos del mismo fenómeno tomados de la política o de la
enseñanza, pongamos por caso. Pero el principio mismo es bastante patente, y cualquiera
puede observar sus múltiples manifestaciones.

Dicho esto, quede claro, sin embargo, que si insisto en este proceso de decadencia no es para jugar al catastrofismo, ni para idealizar un pasado ya lejano en el que hubiésemos tenido más salud, más armonía en las familias y una moralidad ampliamente respetada. Eso sería mitificar ese pasado, obviamente. Lo que trato de subrayar con estas afirmaciones es que cuando una situación es la resultante de una evolución que ha ido desarrollándose en un plazo muy largo, las soluciones de urgencia que tratamos de imponer suelen ser inadecuadas, por lo general, si es que a la larga no contribuyen a empeorar esa situación en vez de ponerle remedio. Por tanto, no se trata de volver atrás, a un pasado supuestamente ideal, sino de distinguir, entre las tentativas de corregir el presente, las que no son más que autoengaño y palos de ciego.

Por ejemplo, en lo tocante a la salud, cuando nos negamos a tomar en cuenta esa degradación lenta nos infligimos un consumo cada vez más grande de medicamentos y cuidados de todos los géneros. El descomunal «coste de la atención sanitaria» (aunque si fuéramos realistas, diríamos que se trata de los «costes de la enfermedad»), lejos de ser la característica de una sociedad saludable y que progresa, es el síntoma de una política sanitaria que desconoce las causas profundas de la enfermedad y que, al no aportar más que soluciones rápidas, sintomáticas y superficiales, a largo plazo contribuye tanto a eternizar como a complicar las patologías. Únicamente una política preventiva y de educación sanitaria a largo plazo nos permitiría empezar a contrarrestar establemente la deriva del sistema hacia la hiper-medicalización, teniendo en cuenta que debería transcurrir por lo menos una generación antes de que
empezasen a observarse los primeros resultados positivos.

De manera similar, en el terreno social, el crecimiento de la violencia y de la delincuencia, estrechamente ligado a la pérdida de valores que recordábamos en las líneas anteriores, no podrá frenarse con la mera multiplicación de los medios represivos: más policías, más agencias de seguridad, más cámaras automáticas de vigilancia. Mientras no tomemos en consideración las causas globales y profundas de ese fenómeno, que tiene ya varios decenios de
arraigo, las soluciones puntuales que se adopten (y que por razones electorales han de ser rápidas y eficaces, al menos en apariencia) no traerán más que un alivio efímero, para desembocar en una recaída a escala más grande. Así, la sociedad occidental moderna se parece a un globo hinchado que se desinfla, y es como si quisiéramos mantener su forma exterior almidonándolo. Incapaces de insuflarle una dosis añadida de alma, a una sociedad que la necesita desesperadamente, nos limitamos a dar más rigidez a las estructuras recargándolas de leyes y decretos de todas clases, cuya multiplicación misma es un síntoma de mala salud moral.

Lo que nos enseña la alegoría de la rana es que siempre que existe un deterioro lento, tenue, casi imperceptible, tan sólo una conciencia muy aguda o una memoria excelente permiten darse cuenta de ello, o bien un patrón de referencia que haga posible valorar el estado de la situación. Pues bien, parece que estos tres factores andan hoy día bastante escasos.

1) Sin la conciencia nos volvemos menos que humanos, movidos únicamente por los instintos y los automatismos. La conciencia, por tanto, es una condición sine qua non de nuestra humanidad. Donde no hay conciencia, no hay pensamiento verdadero, no hay reflexión, no hay libre arbitrio. El hombre inconsciente
está dormido, en el sentido propio o en el figurado. Por eso, todas las formas de espiritualidad se centran en «el despertar»

2) Si nos faltase la memoria, todos los días pasaríamos de la luz a la oscuridad (y viceversa) sin darnos siquiera cuenta de ello, porque los cambios de la intensidad lumínica son demasiado lentos y demasiado débiles para que los perciba la pupila humana. Es la memoria quien lleva a nuestra conciencia, a
posteriori, la alternancia del día y de la noche. Igualmente, ella nos permite medir todas esas evoluciones sutiles que se producen a un ritmo
muy lento dentro de nosotros y alrededor de nosotros. Sin memoria, no hay comparación, no hay discernimiento; luego, no hay evolución posible.

3) Finalmente, una de las razones por las que acaba cocida la rana sin darse cuenta es, por decirlo de alguna manera, que no tiene otro termómetro sino su piel para apreciar la elevación gradual de la temperatura. Es decir, carece de un patrón referencial fiable que le permita apreciar cómo está cambiando la situación. ¿Y nosotros? ¿Qué patrón de referencia tenemos? ¿Cómo valoramos la «temperatura ambiente»? ¿En qué criterios nos basamos para determinar nuestra calidad de vida, nuestra salud y la salud de la sociedad?

Cuando uno quiere saber cuánto pesa, antes de colocarse sobre la báscula comprueba que la escala esté a cero. Antes de utilizar un instrumento de medida, hay que calibrarlo. De lo contrario, no sabríamos qué fiabilidad otorgar a las indicaciones del contador o de la aguja. Pero ¿qué hay de nuestros propios «instrumentos» interiores? ¿Sabemos cuáles son las influencias socioculturales, familiares, religiosas y otras que han determinado su graduación, muchas veces sin que nosotros lo supiéramos?

Lo que hace posible que las cosas se degraden sin suscitar ninguna reacción por nuestra parte, sin duda es la confianza excesiva en nuestras propias valoraciones, necesariamente subjetivas. Y, por otra parte, nuestra precipitada puesta en discusión de los viejos patrones colectivos, reemplazados por otros de «geometría variable». Por viejos patrones entendemos los que habían establecido las religiones tradicionales, que acotaban los despeñaderos, por una parte, rodeándolos de tabúes, y señalaban por otra parte los ideales a los que era preciso aspirar. Cabría establecer una comparación con el modo en que se inventó el termómetro: con un tubo lleno de mercurio, anotando primero el nivel que alcanzaba al sumergirlo en agua hirviendo, y luego en agua helada, para
dividir después en una escala graduada el segmento así definido. Si la elección del sistema de graduación es arbitraria, el agua, por el contrario, hierve y se hiela siempre en las mismas condiciones, siendo indiferente si éstas se expresan en grados Celsius o Réaumur. De manera similar, y tomando como referencia tal religión o tal otra, los actos más loables y los más criminales son los mismos, aunque cada tradición aporte sus propios matices. En cambio los nuevos patrones morales y espirituales no nos ofrecen ya ninguna perspectiva superior, y se contentan con indicar un nivel inferior. El juego, en la actualidad, consiste en ir rebajando cada vez más el límite. El idealismo suena trasnochado a los oídos. «¿Se puede caer todavía más bajo?», parece ser la divisa moderna. La inmoralidad de hoy se convierte en la moral del mañana, en dantesca pendiente que lleva hacia los límites inferiores de la humanidad.

Con esto no postulo el integrismo, ni la afiliación a las religiones institucionalizadas -sin rechazarlas tampoco, que conste-, sino la necesidad de dotarnos de un sistema de referencia provisto de un límite inferior no negociable, y, sobre todo, de un ideal hacia el cual elevarnos. Sin la visión de un mejoramiento posible,
¿cómo vamos a progresar? Sin horizonte hacia
el cual tender, ¿para qué movernos? Lo ideal es un remedio para el statu quo y también para la decadencia.

Resultados:

  • Aturdida por un exceso de estímulos sensoriales, nuestra conciencia se adormece.
  • Saturada por la plétora de informaciones inútiles, nuestra memoria se embota.
  • A falta de patrones de medida, carecemos de referencias estables.
  • Asfixiado por el materialismo y el consumismo, nuestro ideal cae en la banalidad y
    perece.

Inconsciente, amnésica y embotada, a la rana no le queda ya más que esperar pasivamente la cocción… Así es como una parte de la sociedad se hunde en la oscuridad moral y espiritual, con la desintegración social, la degradación medioambiental, la deriva fáustica de la genética y de las biotecnologías, y el
envilecimiento de las masas, entre otros síntomas que traducen globalmente esa evolución.

El principio de la rana en la cazuela de agua es una trampa, de la que nunca desconfiaremos bastante si tenemos por ideal la aspiración a la calidad, a la evolución, al perfeccionamiento, y si rechazamos la mediocridad, el statu quo, la laxitud. En efecto, la materia abandonada a sí misma no puede sino obedecer a la ley de la entropía. Lo que no se cuida, lo que se abandona, se degrada, da lo mismo si se trata de un cuerpo, de una relación, de un jardín, de la organización social de un país, etc. Todas las cosas necesitan cuidados, aporte de energía, vigilancia, esfuerzo.

¿Esfuerzo? Estamos convirtiendo ese concepto en una palabra obscena: «Pierda peso sin esfuerzo», «Hágase rico sin esfuerzo», «Abra todos los chakras y alcance la iluminación sin esfuerzo»: estas consignas (tal vez en variantes apenas menos explícitas) se nos proponen a través de numerosos medios. «Todo enseguida, todo sin esfuerzo… hasta gratis, si es posible»: ése es el ideal que pretenden vendernos. «Usted tranquilo, que nosotros nos ocupamos de todo»,
nos explican. ¿De veras…? Lo peor de todo es que ciertos autores no titubean en pervertir
varios principios espirituales para justificar una forma teóricamente «iluminada» de abandono, que se supone ha de servir para que los adeptos consigan el éxito en todos los planos: la abundancia al alcance de la mano. Como si
todo el universo «conspirase» para hacernos ricos y felices… Como ranas dóciles, son muchos los que se dejan persuadir y se quedan pasivamente a cocerse en su caldo. El cual, ¡qué duda cabe!, va a convertirse en néctar de la salud y elixir de la inmortalidad. Todas ésas son necedades, evidentemente: en ausencia
de esfuerzo, en ausencia de una aportación constante de energía, las cosas nos abandonan, simplemente. Y la facilidad inmediata que se nos propone, la gratuidad, suele implicar para luego la presentación de una dolorosa factura, tal como ilustra la historia del doctor Fausto.

El gran peligro del principio de la rana en la cazuela es que, conforme se deteriora la situación, las facultades que nos permitirían darnos cuenta de ese deterioro se alteran también. Como un conductor fatigado que se duerme al volante, cuanto mayor es su fatiga menos conciencia tiene él de su pérdida de facultades, de que está a punto de dormirse, de que sus ojos en vez de parpadear como antes permanecen cerrados durante unos intervalos cada vez más
largos. Como cantaba Georges Brassens en otros tiempos:

Entre nosotros, buena gente,
hay que reconocerlo:
que nadie es inteligente,
pero haría falta serlo.

De manera similar, para comprender que soy un inconsciente, debería ser consciente. Para darme cuenta de que he descuidado mi vigilancia, habría sido preciso permanecer vigilante. La paradoja de la evolución personal consiste en que, en cada etapa, voy tomando retrospectivamente conciencia del grado en
que, antes, yo no era libre, ni consciente, ni ilustrado, en relación con los niveles que he alcanzado ahora. Sabiendo esto, lo inteligente sería reconocer el carácter relativo y limitado de nuestra conciencia actual, así como de las percepciones y las apreciaciones que de ella
derivan. Es decir, no concederles más crédito que el que merezcan, y tratar de superarnos constantemente, a fin de alcanzar una conciencia más elevada y una percepción más justa. O, dicho de otra manera, deberíamos cultivar una forma sana de la duda: no la que impide progresar, que lo socava y lo critica todo, sino la que no se conforma con las apariencias, la que nos incita a verificar, a ir más lejos, a poner las cosas en tela de juicio, a cuestionarnos nosotros mismos, con nuestras certidumbres.

En un plano más general, ¿cómo evitaremos caer en la trampa de la rana en la cazuela, tanto en lo individual como en lo colectivo?

No dejando de ampliar y de acrecentar nuestra conciencia, por una parte. Ejercitando nuestra memoria para que ella conserve los elementos de comparación entre lo pasado y lo presente. Por otra parte, acudiendo a patrones fiables para la evaluación de los cambios, patrones que tendremos buen cuidado de elegir
entre los menos sujetos a las fluctuaciones de las modas, de las épocas y de las tendencias. Y,
por último, adoptando ideales elevados que sean como el combustible de una constante superación.

No es casual que el entrenamiento y el desarrollo de la conciencia figuren en el programa de todas las disciplinas espirituales: conciencia de sí mismo, conciencia del cuerpo, conciencia del lenguaje, conciencia de los pensamientos y las emociones, conciencia del otro, estados de conciencia superiores. Por encima de todo dogma, de toda doctrina, de toda ideología, es preciso estar atentos a ampliar y perfeccionar nuestra conciencia -que es mucho
más que el mero desarrollo de las facultades intelectuales-, haciendo de ello comportamiento fundamental de nuestra condición humana, así como motor indispensable de nuestra evolución.

Por lo que se refiere a la memoria, en un mundo sobresaturado de información es indispensable que sepamos establecer una jerarquía de nuestros recuerdos, marcando con el sello de la conciencia los que sean más importantes, al tiempo que practicamos el olvido selectivo para abrir espacios a lo esencial. Hay en francés dos expresiones que se refieren a la memorización: savoir de tete y apprendre par coeur. «Aprender de cabeza» es «tomar de memoria», y no suele resistir mucho tiempo al olvido: es la lección aprendida la víspera del examen y olvidada en el momento de entrar en el aula. En cambio, lo «aprendido de corazón», lo «tomado a pecho», subsiste durante muchos años. Es un recuerdo no únicamente aéreo y mental, como un globo que se escapa volando así que lo soltamos, sino más denso, que penetra en nuestro fuero interno y nos empapa como una esponja impregnada de un líquido. Es una tinta que deja marca profunda dentro de nosotros. Si queremos recordar las cosas importantes, es necesario que nos apasionemos por ellas, que las «tomemos a pecho», tanto en el sentido propio como en el figurado.

Finalmente, y para lo que corresponde a los patrones y los ideales, no son referencias y fuentes de inspiración lo que falta. Claro está, puede ocurrir que yo haya dejado de identificarme con la tradición en la que fui educado, o estimar que ciertos preceptos han caducado en los tiempos en que vivimos. Pero, aunque cambie la forma, el espíritu permanece. No tiremos al bebé con el agua de la bañera. Tenemos la suerte de vivir en una época en que la sabiduría de todas las culturas del mundo se halla a disposición del mayor número de personas, y además los representantes de las diversas tradiciones están realizando un esfuerzo por reformular el mensaje de una manera más adaptada a nuestra época y accesible para todos. Hay por tanto múltiples oportunidades para hallar referencias e inspiraciones.

Una palabra final antes de dar por terminada la alegoría. El principio general de esta metáfora -de cómo el cambio gradual pasa inadvertido, y por tanto no se produce la reacción idónea- también funciona en sentido positivo, aunque quizá sería conveniente buscar una alegoría más específica que no concluyese
con la imagen de una rana hervida. Es así que los cambios que se producen dentro de nosotros y a nuestro alrededor, a pequeña o a gran escala, no son todos negativos. Pero, aunque sean positivos, de todos modos puede ocurrir que no los advirtamos. En el plano individual, por ejemplo, el mejoramiento buscado a través
de un esfuerzo cotidiano (trabajo interior, meditación, oración), no produce efectos visibles a corto plazo. De manera parecida, la evolución de los derechos cívicos o de las condiciones de trabajo ha ocurrido también lentamente, en el transcurso de varios decenios. Sin embargo, cuando no tenemos conciencia de esos cambios -positivos en este caso- sufrimos también consecuencias adversas, aunque distintas de las que origina el fenómeno en su variante negativa. El que no ve los resultados de su trabajo interior, tal vez se desanima y abandona, siendo así que un poco más de perseverancia le habría permitido hallar recompensado el esfuerzo. Igualmente, si no percibimos las ventajas que tenemos ni los derechos que disfrutamos, quizá nos dedicaremos a cultivar la ingratitud y el descontento, mostrándonos incapaces de apreciar los frutos de una evolución tal vez lenta, pero en todo caso demostrable.

A tenor de lo dicho, el elemento más importante en esta alegoría de la rana que se cuece es la no conciencia del cambio, sea éste negativo o positivo, porque la inconsciencia resulta perjudicial para nosotros en cualquier caso. El remedio que decíamos antes, por tanto, sigue siendo el mismo en ambas eventualidades: conciencia, conciencia y más conciencia. De ella depende todo lo demás: ¿de qué nos serviría la memoria, ni un patrón justo ni un ideal, si no nos damos cuenta de nada?

Aquí viene a propósito una anécdota de mi primer libro. Cuando yo tenía veinte años, trataba de cobrar conciencia de mis sueños, con el propósito de reproducir las experiencias leídas en diversos libros de espiritualidad. Ante el escaso resultado de los métodos propuestos en los libros, decidí inventar un sistema propio. Lógicamente caí entonces en la cuenta de que, para tener más conciencia en sueños, convenía desarrollar una conciencia más atenta durante
la vida en vigilia. Con un rotulador me pinté la letra «C» en la mano derecha. Esto debía recordarme con la mayor asiduidad posible la necesidad de mantener despierta la conciencia durante toda la jornada. Cada vez que veía el símbolo (es decir, muy a menudo), me marcaba una «pausa de concienciación» durante varios segundos. Entonces interrumpía lo que estuviese haciendo y tomaba conciencia de quién
era yo, de dónde estaba, de las opciones de que disponía, de mi libre albedrío, etc. Transcurrida apenas una semana desde el comienzo de esta práctica, empecé a hacer «pausas de concienciación» en sueños, lo cual me permitió tener frecuentes sueños conscientes que podía dirigir a voluntad. Pero, a fin de cuentas, estos sueños lúcidos eran sólo unos beneficios añadidos que
me aportaba el hecho de haber mejorado mi nivel cotidiano de conciencia en todas las situaciones de mi vida. En los sueños, cuando se adquiere conciencia, todas las percepciones se acentúan súbitamente: la luminosidad aumenta, los colores parecen más brillantes, los sonidos (y en particular el de la propia voz)
más potentes. En el estado de vigilia, todo aumento de conciencia intensifica de modo parecido la calidad de lo que estamos viviendo.

Desde la alegoría platónica de la caverna hasta la reciente trilogía de Matrix, pasando por la abundante bibliografía de la espiritualidad, se ha subrayado siempre con insistencia la necesidad de ser conscientes, de «despertar», de no confiar en las percepciones oníricas. Ahora que algunos procuran convertir al Homo sapiens en Homo zappiens, es decir embrutecido por medio de la televisión (versión moderna de la caverna de Platón, sustituyendo por imágenes de colorines las sombras proyectadas en las paredes), nosotros tendríamos mucho que ganar promoviendo al homo consciens, el hombre despierto y consciente, rescatado del caldo de la cultura ambiente y a salvo de convertirse en hombre… rana.

 

Olivier Clerc