Un filósofo llevó a sus discípulos a una habitación oscura.

– ¿Qué ven? -les preguntó.

– Nada, maestro – le respondieron.- La oscuridad es absoluta y no nos deja ver.

El filósofo dio una palmada, y se encendieron al mismo tiempo mil lámparas de intensa luz.

– ¿Qué ven ahora? – les preguntó otra vez.

– Nada, tampoco – dijeron los discípulos.- Esta luz cegadora nos impide abrir los ojos para ver.

-Aprendan, pues, – les enseñó el maestro -, que ni en la luminosidad absoluta ni en la completa oscuridad el hombre puede ver. Por eso estamos hechos de luces y sombras, para podernos ver los unos a los otros. ¡Ay de aquél que no perdone la oscuridad que hay en el alma de su hermano, pues no lo podrá ver, y estará solo! Y ¡ay de aquél que no busque poner luces en su oscuridad, pues a sí mismo se perderá!

Así dijo el sabio. Y concluyó:

-Estamos hechos de sombras. ¿Dónde mejor que en nosotros puede brillar la luz?